El qué y el cómo

Predicar el evangelio es, sin lugar a dudas, un privilegio y una gran responsabilidad.

No se trata simplemente, de encaramarse en un púlpito frente a un grupo de personas para que pasen un buen rato. Es mucho más que eso. La predicación no es un espectáculo ni una plataforma para el lucimiento personal de nadie, es un acto sagrado.

Cuando los cristianos lo hacemos, estamos, nada más y nada menos, que transmitiendo la voluntad del Dios de La Biblia.

Pero hay un detalle, la predicación desde un púlpito, tiene una particularidad que nos obliga a prestar especial atención: es unidireccional.

El único que habla es el predicador, y los eventuales escuchas, solo pueden prestar atención o dormirse aburridos. De hecho, no pueden preguntar, ni asentir ni negar lo que desde el púlpito afirmamos.

Por lo tanto, no tenemos la posibilidad de saber a ciencia cierta si nuestro mensaje llegó a destino, hecho que nos obliga más que nunca, a ser lo suficientemente claros y concisos. Una mano levantada no es garantía de nada, mucho menos los revolcones sin sentido.

Ahora bien. Sabemos que Dios reparte distintos dones a cada uno de nosotros, de acuerdo a su voluntad:

“… él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos … para la edificación del cuerpo de Cristo (su iglesia) Efesios 4:11-12

Esto significa que no todos estamos llamados a predicar el evangelio desde un púlpito, como tampoco todos estamos llamados a tocar el órgano.

Sin embargo, algunos, seguramente con buenas intenciones, asumen ese lugar sin la preparación ni la sensibilidad necesarias y es así como terminan ofreciendo mensajes vacíos y repetitivos que lo único que logran es confundir a quienes los escuchan.

El apóstol Pablo nos advierte:

“La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” Romanos 10:17

No faltan, quienes, ante la falta de argumentos doctrinales sólidos, por desconocimiento bíblico, transforman sus prédicas en un show de características mediáticas. Manipulan a la congregación, creyendo que así lograrán cambiar la actitud de alguien.

No basta con el entusiasmo, hace falta contenido sólido y bien fundamentado.

“Si alguno recibió el don de hablar en público, hable conforme a las palabras de Dios” 1ª Pedro 4:11

“La Palabra de Dios es viva y eficaz” Hebreos 4:12, pero debe ser comunicada con claridad, relevancia y respeto por su contexto.

El hermanito Apolos es un buen ejemplo de lo que quiero decirles. Apolos era un hombre elocuente y fervoroso, pero le faltaba comprensión plena del evangelio. Alguien notó el error, y fue corregido con amor, tal cual lo leemos en Hechos 18:24

“Cuando lo oyeron Priscila y Aquila, le tomaron aparte y le expusieron más exactamente el camino de Dios”

La “pasión” de Apolos no era suficiente, necesitaba “formación”.

Predicar tampoco es imponer opiniones personales. Se debe alimentar al pueblo de Dios con la verdad bíblica, no con “experiencias personales, las cuales nunca deben ser la regla de nada”

” No seas sabio en tu propia opinión” Proverbios 3:7

El mensaje bíblico es poderoso, pero debe ser también, pertinente, oportuno y “conectado con la realidad”.

Porque algunos predicadores contemporáneos, parecen vivir en un “tupper”. Desconocen las necesidades reales de la gente. No leen los diarios, parecen vivir en otro mundo.

Y no faltan los que siguen utilizando vocabulario y referencias del siglo pasado. Las nuevas generaciones no saben de qué les hablan. “No se trata de cambiar el mensaje, porque las verdades bíblicas no cambian”, sino de traducirlo al lenguaje y la realidad del corazón de quienes hoy nos escuchan.

Pablo lo tenía muy claro:

“…a todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos…” 1ªCorintios 9:22

Y por supuesto “no me olvido, de los que se olvidan”, del Nuevo Testamento.

Lo cierto es que subirse a un púlpito, requiere de sensibilidad, empatía y conocimiento de las Escrituras. La buena voluntad, por sí sola, no basta. Si el objetivo es solo entretener durante un par de horas a los feligreses pretendiendo que no se duerman, quizás sería mejor dedicarse a otra cosa.

Si quienes escuchan eventualmente mi sermón, se van a casa preguntándose ¿De qué habló este hombre?, algo anda mal. La predicación debe dejar una huella, debe revelar el corazón de Dios, debe confrontar el pecado y mostrar la gracia.

Solo así, mi predicación, dejará de ser un ruido vacío, y se convertirá en un instrumento de vida para quienes la escuchan.

¡Quien tiene oídos para oír que oiga!

Juan Alberto Soraire

Un cristiano del montón