No es fácil… pero se puede

Llevo cuarenta y nueve años de casado… y si le sumo los seis años de novios, son cincuenta y cinco años caminando junto a la misma mujer. Mujer a quien amo.

Hago mías aquellas palabras de la canción de Alberto Cortés: “como el primer día”.

Con ella, tuvimos cuatro hijos, que nos regalaron ocho nietos. Compartimos alegrías, también dolores… y cientos de discusiones. Sí, porque, aunque algunos pretendan idealizar el matrimonio cristiano, lo cierto es que, como cualquier otro matrimonio, se trata de una escuela de aprendizaje diario.

Con mi esposa, somos muy diferentes. No somos dos mitades de una misma naranja, más bien parecemos ser, dos frutas de especies diferentes. Pensamos distinto, sentimos distinto, y hasta oramos distinto. Somos el agua y el aceite.

Como en todo matrimonio, ella siempre tiene la razón… o al menos, a esa conclusión llego cada vez que discutimos. Y como discutir, discutimos bastante.

Sin embargo, con los años entendí que en el matrimonio no se trata de ganar discusiones, sino de aprender a amar al otro en medio de las diferencias… y a pesar de las discusiones.

El amor verdadero no es un sentimiento abstracto ni una película romántica, sino una elección diaria, que a veces resulta difícil de sostener, sobre todo cuando lo que más quisiéramos es tomar distancia.

El apóstol Pablo, refiriéndose al amor, lo expresa de esta manera en 1ª Corintios 13:4-7:

“El amor es sufrido, es apacible; el amor no tiene envidia, el amor no es vanidoso, no presume… Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.

De joven, creía que el amor todo lo resolvía. Que bastaba con decir "te amo" para que las cosas funcionaran. Pero aprendí que el amor necesita ser cultivado, regado y hasta podado, tal cual lo hacemos con una planta.

Aprendí que hay que pedir perdón, ceder, hablar, aunque no tenga ganas, escuchar, aunque no esté de acuerdo. Aprendí que hay que atravesar las tormentas sin bajarse del barco.

¿Y saben qué? Las tormentas también nos recuerdan que el otro no es perfecto, como uno tampoco lo es. Que el compromiso es más fuerte que el enojo, y que Dios usa incluso nuestros desacuerdos para hacernos crecer como matrimonio.

A veces me preguntan cuál es el “secreto” de tantos años. No hay ningún secreto humano que vaya más allá del sentido común, se trata de una decisión diaria que tomamos con mi esposa.

En Mateo 19:5 leemos aquellas palabras que a veces solemos escuchar en los casamientos:

“Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne”.

“Ser una sola carne” no es algo mágico que sucede con un “sí, quiero”, ni se limita a una cama. Se trata de un proceso que exige dejar de lado el ego, perdonar, aprender a negociar y, sobre todo, no soltarse de la mano cuando vienen los días grises.

Eclesiastés 4:9-10 lo resume de esta manera:

“Es mejor ser dos que uno, porque ambos pueden ayudarse mutuamente. Si uno cae, el otro puede darle la mano y levantarlo”.

En nuestro caso, hubo algo en particular que siempre nos sostuvo: nuestra fe en el Dios de la Biblia.

Porque cuando no supimos cómo seguir, oramos. Cuando no supimos qué decir, buscamos su Palabra. Y cuando no tuvimos fuerzas, confiamos en que nuestro Dios sí las tenía por nosotros.

Y les confieso algo: “nunca estuvimos solos, siempre hubo un tercer pilar que nos sostuvo: Dios mismo”

Sin embargo, sé que no todas las historias matrimoniales terminan igual. Hay quienes, pese a intentarlo, no lograron seguir juntos, y eso no los hace menos valiosos ni invalida lo que compartieron.

Por eso, si alguna vez sentís que no podes más, no te rindas, busca ayuda, habla con tu pareja, oren juntos, perdona. Recordá por qué te enamoraste. Volvé a empezar las veces que sea necesario.

Y, sobre todo, nunca olvides que el Dios de la Biblia siempre estará dispuesto a escucharte y ayudarte, solo debes tomarte el trabajo de acudir a Él.

En mi caso particular, luego de 55 años caminando junto a la mujer que Dios me dio, sigo trabajando en la corrección de mis errores y poniendo en sus manos cada día mi matrimonio.

Mi esposa y mis hijos son testigos de lo que afirmo en este posteo, y juntos, velamos para que nuestros nietos hereden esta certeza: “aunque no es fácil, con Dios sí se puede”

Juan Alberto Soraire

Un cristiano del montón